Tarde de procesión sin noticias de Abba
Exploraciones.
Es extraño lo que pasa ahora: rubias libres de tintura cantan en sueco una balada napolitana dedicada a una tal Santa Lucía, decapitada en Italia mucho antes del ISIS, en el año 281 de nuestra era. Marchan en procesión vestidas de blanco y la que representa a la pobre mártir va primera portando una corona con cuatro velas encendidas. Sería, según la tradición, quien lleva la luz en la noche nórdica invernal. Pero esta es la tarde tórrida porteña de un domingo de diciembre y la procesión sucede en una Iglesia protestante de ladrillos a la vista, sobre Azopardo y Garay, a la sombra del diario Crónica. Quiero sacar una foto, pero el sacerdote nos obligó a apagar los celulares. Lo pidió en su idioma y con esto quiero decir que sólo comprendí a través de sus gestos. En Ciudad de Cristal, una de las nouvelles que componen la Trilogía de Nueva York, Paul Auster recuerda que cuando las palabras pierden su forma, el mundo nos esclaviza y reduce nuestros contextos a un sistema binario de símbolos visuales y sonoros. Faros en la tormenta de la incomprensión. Aquí estoy: flotando entre imágenes y ruidos, tratando de diseccionarlos para darle sentido a las cosas.
Y se me ocurre -mientras las suecas pasan y repiten el nombre de Santa Lucía en una letanía serena y coral- que Buenos Aires es un final del mundo, donde todos los mundos confluyen y que es tan obvia esa verdad que se pierde de vista y se olvida. Cantón chino en Belgrano. Río de Janeiro en la Villa 31. Miami bajo las torres de Madero Este. Pequeña Dakar en Once. Italia en La Boca. Bolivia y Corea en Flores, Perú en el Abasto y un día, deambulando por San Telmo con cierto tedio existencial baudelairiano, descubrí que Buenos Aires es también Dinamarca y Suecia en el bajo fondo portuario de sus límites.
Por esas cosas de la vida, una noche de este año me encontré golpeando la puerta de la Iglesia danesa de la calle Carlos Calvo. Saludé a sus pastores -que parecían los Belle and Sebastian-, intercambié algo parecido a palabras y prometí volver. Me dijeron que adentro tienen un libro de 1.000 años en una vitrina y desde entonces quiero regresar para verlo. No me pregunten porqué, pero me imagino vikingos lanzando garrotes sobre sus enemigos en páginas pretéritas, acartonadas y cubiertas de polvo.
Con Suecia, por razones que no viene al caso recordar, me vinculé todavía más. Fui y vine de aquel país y en todo este tiempo le quité el velo a las costumbres de los expatriados que viven en la Ciudad y que una vez al año se juntan a celebrar la tradición de Santa Lucía, a mitad del adviento, el tiempo religioso que termina con la Navidad.
Entonces, estoy acá, en el concierto, celebrando junto a otras 300 personas como lo haría en cualquier barrio de Malmö, Gottemburgo, Ystad o Estocolmo; dentro de una Iglesia que fue refugio de marinos suecos arribados a Buenos Aires en buques cargueros de los años 50. El sacerdote canta de memoria las canciones que los asistentes leen en un libro de ceremonias papel Biblia. Yo juego a que puedo cantar leyendo, pero sólo balbuceo y escupo. Las rubias estiran la voz entrenada y nos conmueve la música que se adueña del templo. No podemos aplaudir entre temas porque antes de que comenzara la procesión, los integrantes del coro solicitaron que lo hiciéramos al final. Una notable muestra de confianza en sí mismos, un atisbo de ADN escandinavo, que me hace olvidar la tarde húmeda y me traslada a la Europa fría del bienestar consolidado. Sería la noche destemplada en cualquier sitio de aquellos, pero afuera, bondis viejos escalan Garay para tomar Martín García y perderse hacia el Sur antes que muera el día.
Santa Lucía es una celebración católica tomada por el culto protestante, en un sincretismo boreal inexplicable o casi. Hay diferentes versiones sobre cómo Lucía sin cabeza llega desde Siracusa hasta el Báltico. Pero se cuenta que fue la clase alta de la sociedad sueca quien se apropió de la tradición, haciendo que la mayor de sus hijas desempeñara el papel de Lucía y sirviera el desayuno a sus padres la mañana del 13 de diciembre, probablemente cantando esta canción que se pega o se pega, y canto ahora.
Después sí, los aplausos y el fin del concierto y un pastor que habla castellano y nos invita a tomar café con masas de canela y manzana. Me pierdo entre la gente observando suecos bien vestidos y picando de todas las bandejas, curioso de sabores nuevos. Hay una rifa. Sortean electrodomésticos. Pido más café. Cae la noche tropical. Santa Lucía termina. Y de Abba, ni noticias.
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