Matias nos hizo milanesas de pollo mientras parlabamos en el living.
Eso de ponernos al tanto, aunque siempre estamos.
Le contaba de Uruguay.
De la casita.
El mar y las noches largas.
Las rutinas de la playa.
No les conté de las noctilucas, de como se pone el cielo después de la puesta del sol, de la sensación de caminar sin sandaliás y como se siente el pasto, la arena, el agua y el pedal de la bicicleta.
Tampoco les conté de las velas que se prende de noche, los ruidos de la naturaleza cuando cenás afuera o del cielo con sus mil millones de estrellas que te miran.
Te saludan desde allí lejos.
Si prestás mucho atención, lo puedes escuchar.
No les conté del cansancio hermoso que siente el cuerpo al acostarte para dormir.
Por todas las horas al aire.
Por tanto bicicletear.
Las aromas y los sabores.
Lo van a descubrir por su cuenta.
Entonces no hace falta contar.
Y ahora que he vuelto a la ciudad también es todo eso que llevo.
Repartido en mi.
Como la arena que pensaste que sacudiste en la playa, pero que siempre queda grano en los zapatos, en tu pelo, en el corpiño y así.
Por suerte tengo arena de Uruguay en mi.
Dicen que en poco termina este año y comienza un otro.
Empezaron a llegar los deseos de feliz año nuevo.
Todavía no estoy allí.
Y puede ser que voy a tardar un poco en llegar.
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