Encontrar cosas equivocadamente.
Buscando otras.
Los tesoros se esconden allí.
En bolsillos de mochilas que no usaste en años.
En latas que no abriste en meses.
En páginas de personas que te imaginaste que eran.
Retomé la reserva.
Una mañana temprana y sin lavarme los dientes.
Alli estaban los domingueros que no pueden dormir.
Los biciclistas supersportmountainbike que deja humo de tierra y hacen volar las piedras.
Los que corren con el torso desnudo.
El río.
El sol.
El viento y yo.
Algo solté.
O volví a encontrar.
No se bien.
Es lo mismo.
Después pude empezar bien.
El día y la mañana.
El café.
La ducha fría.
Empezar a vaciar el armario y dejar los cajones del escritorio livianos para el viaje.
Llenar las cajas de vino que me regaló el Chino y apilarlas abajo de la mesa de planchar que dejó Lala antes de su viaje y que ahora va a encontrar su nuevo lugar.
Pasaron las horas entre el desorden por orden.
Y cuando el sol ya pasó por el departamento, dejandome nuevamente conocer sus distintos intensidades de luz, pintando los paredes y los muebles de esos colores, me dí cuenta de que la casa dejó de ser lo que era.
Algo de ella se fué con el atardecer y ahora entró en tránsit.
En espera.
Mucho más tarde, volviendo de Sorrento con Kubrick y menta granizada, me dí cuenta que yo, LA sensible con las despedidas, no había llorado ni una lágrima en esta despedida.
Tal vez por su forma de irse.
Tan natural.
Tan silenciosamente.
Tan discretamente.
Y yo, sin darme cuenta, fuí parte de su irse.
Buscando otras.
Los tesoros se esconden allí.
En bolsillos de mochilas que no usaste en años.
En latas que no abriste en meses.
En páginas de personas que te imaginaste que eran.
Retomé la reserva.
Una mañana temprana y sin lavarme los dientes.
Alli estaban los domingueros que no pueden dormir.
Los biciclistas supersportmountainbike que deja humo de tierra y hacen volar las piedras.
Los que corren con el torso desnudo.
El río.
El sol.
El viento y yo.
Algo solté.
O volví a encontrar.
No se bien.
Es lo mismo.
Después pude empezar bien.
El día y la mañana.
El café.
La ducha fría.
Empezar a vaciar el armario y dejar los cajones del escritorio livianos para el viaje.
Llenar las cajas de vino que me regaló el Chino y apilarlas abajo de la mesa de planchar que dejó Lala antes de su viaje y que ahora va a encontrar su nuevo lugar.
Pasaron las horas entre el desorden por orden.
Y cuando el sol ya pasó por el departamento, dejandome nuevamente conocer sus distintos intensidades de luz, pintando los paredes y los muebles de esos colores, me dí cuenta de que la casa dejó de ser lo que era.
Algo de ella se fué con el atardecer y ahora entró en tránsit.
En espera.
Mucho más tarde, volviendo de Sorrento con Kubrick y menta granizada, me dí cuenta que yo, LA sensible con las despedidas, no había llorado ni una lágrima en esta despedida.
Tal vez por su forma de irse.
Tan natural.
Tan silenciosamente.
Tan discretamente.
Y yo, sin darme cuenta, fuí parte de su irse.
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